Las palabras no
pueden calificarse como mejores o peores, como más o menos elegantes. Lo que
convierte en buena una palabra es que sea adecuada a lo que queremos comunicar
con ella. Si acertamos en la elección de un término para expresarnos con
precisión, sin duda este término puede calificarse como bueno. Si nuestras
palabras se adaptan a nuestros interlocutores y a la situación en la que las
estamos usando podemos calificarlas además como elegantes.
Para nuestro
lenguaje diario solemos elegir las palabras más sencillas pero muchas personas
parecen entender que cuando escriben la cosa cambia. Existe la idea equivocada
de que el lenguaje escrito exige palabras más rebuscadas, mientras más largas y
enredadas mejor. Hay quienes llegan, como nos cuenta El libro del español correcto del Instituto Cervantes, a “inventar
palabras más largas para suplantar a otras más cortas con el mismo
significado”.
Esta obra nos
proporciona algunos ejemplos de este mal uso en los que muchos nos podríamos
ver reflejados. Es preferible usar iniciar
en lugar de inicializar; culpar en lugar de culpabilizar; actitud o postura en lugar de posicionamiento; recibir
en lugar de recepcionar; aclarar en lugar de clarificar.
El ejemplo por
antonomasia es uno que no me canso de corregir. ¿Qué creerán que consiguen los
que dicen *a lo interno cuando
quieren decir dentro? ¿Quizás piensan
que se oyen más finos o más cultos? Están equivocados. Para expresarnos con
propiedad y corrección debemos evitar estas expresiones rebuscadas que, en
muchas ocasiones, son también incorrectas.
En el libro
citado encontramos este consejo de Winston Churchill: “Las palabras cortas son
las mejores, y las viejas palabras, cuando son cortas, son las mejores de
todas”. La verdad es que somos cada día más reacios a llevarnos de consejos
pero con este de Churchill podemos hacer una excepción.
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