En una
lluviosa noche sevillana, hace muchos años, coincidí con el maestro Gabriel
García Márquez. Nada más caer la tarde mi tía me llamó y me dijo: “Coge lo que
tengas de García Márquez a mano y no faltes”. No quiso decirme nada más.
Cuando
llegamos a casa de mis tíos, en medio de un aguacero primaveral, nos encontramos
con el gran Gabo (siento cierto pudor al llamarlo así) y un grupo de amigos.
Hablamos de lo divino y de lo humano; más de lo humano que de lo divino, de
libros, de música, de comida y de toros. Entre los invitados, Chano Lobato y
Juan Peña “Lebrijano”, dos extraordinarios cantaores flamencos.
Un cocido
empezó a templar la madrugada y todos nos congregamos de pie alrededor de una
gran mesa, como las que mi tía Lola sabe preparar. Las conversaciones se
apagaron cuando Chano entonó un espléndido tango por bulerías; se silenciaron
cuando Lebrijano arrancó a improvisar con un libro del colombiano entre las
manos. García Márquez, el único que estaba sentado, se puso en pie y parecía
querer secundarlo. Casi acabada la velada me senté junto a él y me firmó uno de
sus libros. Yo no podía dejar de mirar la pluma en sus manos.
Habíamos
llegado a Sevilla desde lejos movidos por una afición compartida: los toros. Al
día siguiente el diestro colombiano César Rincón toreaba en la Maestranza. Desde
mi asiento en el balconcillo maestrante divisé al Gabo que se sentaba en
barrera. La llovizna sevillana, que no había cesado, se había convertido en un
pertinaz aguacero macondiano que obligó a suspender la corrida. A lo lejos vi a
García Márquez abandonar la plaza protegido por un paraguas grisáceo.
Cuando por
fin asumí la muerte del colombiano universal esa imagen fue la primera que me
vino a la mente. Y recordé que, como entonces, aunque el genio se alejara,
siempre nos quedaría el universo literario que palabra a palabra supo construir
para nosotros.
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