Inés Aizpún me preguntó en una entrevista cuál era para mí la palabra más
hermosa del español dominicano. Nunca me lo había planteado pero lo dudé ni un
instante. Tumbarrocío, le respondí.
Se
trata de un precioso sustantivo compuesto con el que se designa a un pequeño
pajarito que vuela en nuestros campos y que, al posarse, hace caer las gotas de
rocío de las hojas. Es una imagen poética creada váyase usted a saber cuándo
por un hablante con la suficiente sensibilidad para detenerse a contemplar la
naturaleza.
Esta palabra se ha creado por composición, un método
tradicional en español para la formación de nuevas voces. El verbo tumbar y el sustantivo rocío se unen para crear una nueva voz. Su
ortografía también es interesante; el sonido /rr/, representado con r inicial en rocío, pasa a ser representado por el dígrafo rr en posición intervocálica
en tumbarrocío. El
detalle más interesante es que el verbo tumbar,
usado en una acepción característica del español americano, ha sido muy feraz a
la hora de generar palabras. Sus compuestos siguen la misma estructura: verbo tumbar + sustantivo complemento directo.
Seguro
que les suenan, más bien les resuenan, los atronadores tumbagobiernos, esos artefactos pirotécnicos que hacen temblar
nuestros tímpanos y a los que en Venezuela se les denomina tumbarranchos (aquí aparece de nuevo el dígrafo rr entrevocales). Abundan también los tumbafondas (¿quién no se los ha
encontrado comiendo a costa de los demás en estas comilonas navideñas?). Pero,
sin duda, los que aparecen con más frecuencia son los tumbapolvos.
Probablemente
cada uno de nosotros tengamos nuestra palabra favorita. Unas veces será su
sonido, otras su significado, otras su ortografía. Estos ingredientes se
combinan en las palabras y les aportan su poder de evocación. Las palabras nos
pertenecen: aprendamos a disfrutarlas.
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