¡Qué caprichosa es a veces la historia de las palabras! Nuestra
imprescindible arroba, ciudadana del siglo XXI, nació hace ya unos
cuantos siglos cuando ni siquiera la imprenta se había inventado. Echaban mano
de ella los escribientes para abreviar ciertas preposiciones y conjunciones (ad, at), como usaban la ñ para abreviar
la doble n latina, origen de nuestra querida letra eñe. Recuerden que la
escritura era manuscrita y a pluma, de ave, no estilográfica. Todo lo que pudiera
abreviarse era más que bienvenido. En español se usó además como símbolo para
representar una unidad tradicional de medida de capacidad o de masa; hablamos
así de una arroba de vino o de aceite o de un puerco de quince arrobas.
La @ ha sobrevivido y, con más vitalidad que nunca, ha brincado desde
los escritorios de los amanuenses y desde los almacenes de los campesinos, con
su regusto añejo, a nuestros imprescindibles correos electrónicos; del códice a
la pantalla del ordenador. Es un caso precioso de adaptación de lo patrimonial
a las nuevas necesidades de los hablantes.
No tan preciosa y, desde luego, incorrecta es la costumbre reciente
de recurrir a ella para unificar formas masculinas y femeninas. Nosotros nos
metimos en el problema, al duplicar innecesariamente los géneros. La lengua ya
tenía una solución gramatical: el uso del género masculino para expresar a
todos los miembros de una clase, sin distinción de sexos. Una arroba de
palabras en busca de eco entre los hablantes.
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