Acrecentar nuestro
vocabulario no es paja de coco. Como
casi todas las tareas que parecen inabarcables conviene comenzar paso a paso. Propónganse
aprender una nueva palabra cada día. Unas aparecerán muchas veces en su vida
diaria y otras se convertirán en pequeños tesoros para llamar por su nombre
algunos detalles que pueden parecer insignificantes pero que están diariamente
ante nuestros ojos.
Nada es tan cercano
como nuestras manos. De pequeños nos enseñaron los nombres de los dedos (meñique, anular, corazón o medio, índice y pulgar) pero ¿saben cómo se denomina la
distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del
índice, separado el uno del otro todo lo posible? Esa medida es el jeme, del latín semis ‘mitad’. En la raíz de nuestras uñas hay una pequeña mancha
blanquecina. Llámenla lúnula, del
latín lunula, diminutivo de luna, por su forma semilunar (aquí
tienen otra hermosa palabra) y su color blanco.
Prueben a mirarse la
oreja en el espejo y fíjense en una pequeña prominencia que está justo delante
del conducto auditivo. Se llama trago. La
que está situada en la parte inferior, opuesta al trago, se denomina antitrago.
Si mientras se
miraban al espejo y encontraban ese trago y antitrago que no sabían que tenían,
esbozaron una sonrisa, puede que en ella apreciaran un espacio en la encía más
o menos ancho que separa algunos dientes. Si tienen que referirse a él llámenlo
diastema, del griego διάστημα, ‘intervalo, distancia’.
Empiecen por lo que
tienen más cerca o por lo más lejano; por lo útil o por lo intrascendente;
por cosas concretas o por realidades
inaprensibles. Hay palabras para nombrarlo casi todo y nos quedan muchas por
aprender.
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