De unas palabras nacen otras. Con
los sufijos creamos nuevas palabras por derivación; entre los más creativos
están los diminutivos. A fuerza de usar una palabra en diminutivo aplicada a
una realidad concreta los hablantes logramos que adquiera nuevos significados y
pase a considerarse un nuevo término.
El bolsillo, diminutivo del sustantivo bolso, empezó a designar un saco más o menos pequeño que se cosía
en la ropa para transportar cosas. El molinillo,
que procede del diminutivo de molino,
nos ayuda a moler los granos de café o a batir el chocolate. La masilla, del diminutivo de masa, designa en el Caribe la pasta
utilizada para alisar techos y paredes, y entre los dominicanos además alienta
la imaginación de los más pequeños sirviéndoles para modelar miles de formas.
En España a esta pasta moldeable se la denomina plastilina, sustantivo que
procede de la marca registrada del producto.
Las casillas dejaron de ser pequeñas casas para convertirse en los
escaques del ajedrez o las damas. Los palillos,
originalmente diminutivos de palo, se
transformaron en mondadientes de madera, en varas para tocar el tambor o en los
cubiertos usados en algunos países orientales para tomar los alimentos. El calzoncillo, o los calzoncillos de España, del diminutivo de calzón, no deja de ser nuestro pantaloncillo,
o pantaloncillos,
(palabra que, por cierto, habrá que proponer que sea incluida en el DRAE), con el mismo significado y
procedente del diminutivo de pantalón.
Las lenguas son organismos vivos con
la capacidad de recrearse y de recrear la realidad a partir de sus propios
elementos. Con veintisiete letras somos capaces de expresar lo divino y lo
humano. El detalle está en cómo conocemos las reglas que las combinan y las
enlazan entre sí.
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