Ojeando un libro sobre gramática me encontré en estos días una frase que
su autor eligió para que lo encabezara. La frase, escrita por Cécile Ladjali,
reza así: “Nadie es capaz de escribir si no ha leído mucho”. Yo añadiría un
matiz: nadie es capaz de escribir bien si no ha leído mucho.
Muchos de los que reconocen sus carencias en ortografía y redacción se
sorprenderían de lo que puede hacer por mejorarlas la lectura de un buen libro.
Casi imperceptiblemente el lector interioriza la cadencia de las palabras y de
la frase y, al mismo tiempo, su memoria visual adquiere práctica en la forma de
correcta de escribir cada término.
Decía Gustave Flaubert que “nunca nos cansamos de leer lo que está bien
escrito”. Con la lectura habitual conseguimos que nos parezcan extrañas las
palabras mal escritas y también las frases mal redactadas. Fíjense que me
refiero a la lectura habitual. Este
adjetivo se aplica, según el Diccionario
de la Real Academia, a lo ‘que se hace con continuación o por hábito’. La
relación cercana con los libros se enseña y se adquiere como otros hábitos
(lavarse las manos o cepillarse los dientes) hasta hacérsenos imprescindible.
Se aprende con la costumbre hasta hacerse necesaria y se aprende también
reconociendo el hábito en nuestro entorno familiar. Muchos padres se quejan de
que sus hijos no leen; muchos adultos nos quejamos de que los jóvenes no leen.
El análisis de esta realidad debe partir de una sola pregunta: ¿nos ven leer?
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