Las palabras que utilizamos para nombrar lugares, los
topónimos, son como pequeños grandes fósiles que atesoran entre sus letras una
historia de muchos siglos. En su origen los topónimos se utilizaban para
denominar a las personas que procedían del lugar. Así se transformaba en un
nombre de familia, un apellido, que se heredaba de padres a hijos. Elio Antonio
de Nebrija, autor de la primera gramática de la lengua española, era natural
del pueblo sevillano de Lebrija, en latín Nebrissa Veneria.
Un paso más en el camino de la lengua es el que realizó
el topónimo que designa a nuestro Gascue: del nombre de un pequeño enclave en
el Reino de Navarra, al norte de España, que cuenta hoy con unos veinticinco
vecinos, al apellido del contador real Francisco Gascue y Olaiz, natural de
este reino; de aquí a la denominación del ensanche capitaleño. La documentación
histórica escrita, manejada por González Tirado en su interesante artículo
sobre el tema, manifiesta una tendencia evidente al uso de Gascue. ¿Por qué entonces
encontramos el tan abundante Gazcue?
Estos casos de vacilación ortográfica son frecuentes en
los nombres de lugares y de personas. Todos podemos recordar apellidos con
dobletes similares. Apunto como hipótesis que podríamos estar ante un caso de ultracorrección,
que manifiesta una tendencia habitual entre los hablantes a tratar de corregir
lo que creemos que decimos incorrectamente, incluso cuando no es así. Si
queremos respetar la grafía tradicional, respeto del que tan necesitado está
nuestra ciudad, en todos los sentidos, debemos optar por Gascue.
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