El reciente enlace real en Londres nos ha dejado muchos cotilleos pero también ha provocado dudas curiosas acerca de la conveniencia o no de traducir o de sustituir los nombres propios de personas. Antes de que el interés decaiga podemos aprovecharlo para aprender algo más sobre el uso correcto de nuestro idioma. La tendencia actual es la de mantenerlos en su lengua cuando esta utiliza el alfabeto latino. Pero no siempre ha sido así. En otras épocas se prefería hispanizar los nombres propios, e incluso los apellidos, de personajes relevantes. ¿Quién reconocería a Ana Bolena en su nombre original Anne Boleyn o a Confucio en Kung-Fu-Tzu?
La costumbre hace que no lo hagamos conscientemente pero en español hispanizamos los nombres propios de personas en cuatro casos curiosos. Seguro que los reconocerán. ¿Quién no recuerda a Toro Sentado o a Nube Roja en una película de vaqueros? También adaptamos al español los nombres de personajes históricos con un apodo significativo. ¿A quién no le tiembla el pulso recordando a Iván el Terrible? Los nombres de santos, personajes históricos o célebres como Marco Antonio, Cleopatra, Alejandro o Julio César, resuenan para nosotros en español. Hispanizamos el nombre que adopta el papa para su pontificado, en contraste con su nombre seglar: Juan Pablo II nació Karol Józef Wojtyla. El último caso nos lleva de regreso a la boda real: Kate, o Catherine, ha pasado a llamarse en español Catalina, siguiendo nuestra costumbre de hispanizar los nombres de los miembros de las familias reales de Europa. No todo iba a ser crónica social.
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